Fuente: "Criaturas de la Noche", VV.AA. Ed. Folio, Barcelona, 2002 pp.55-56
I. Cuento Noruego.
(...) La narración se inicia con el sueño de un pescador que faenaba en las grises aguas de la costa septentrional del país. Era joven, vigoroso, y tenía las mejillas coloradas por los días y días de exposición al aire frío y salado. Pero aconteció que, sin saber por qué, sus ojos empezaron a apagarse, a perder brillo, y sus manos temblaban. Vivía solo y nadie le esperaba en su choza. Algo se había apoderado de él y, noche tras noche, soñaba cosas que era incapaz de recordar al despertarse.
En una ocasión, en la que se resistía con todas sus fuerzas a conciliar el sueño, pudo ver al causante de todos sus tormentos. Las horas transcurrían en silencio, con la única excepción de los crujidos de la casa y el traqueteo de las ventanas azotadas por el viento del norte. Estaba echado a oscuras, pero aún así, vio unos dedos de neblina ascendiendo al interior de la cabaña a través de una grieta que había en la piedra del muro situado junto a su cama. Luminoso y formando caprichosas volutas, el vapor flotaba suavemente en el aire, hasta que unos delicados zarcillos se introdujeron entre las sábanas.
Entonces, el pescador pasó a la acción. Saltó de la cama y se abalanzó sobre la grieta por la que había entrado la niebla. Le fue muy fácil enmasillarla con grasa de la lámpara e igualmente encenderla con una brasa de la chimenea. Cuando, después de prender, la llama dejó de parpadear, dirigió la luz hacia el lugar en que vio por última vez aquel extraño vapor neblinoso.
Pero había desaparecido. En su lugar, pudo ver a una mujer que, por su aspecto, no se asemejaba en nada al de una rubicunda sirvienta del pueblo. Su piel era tan pálida que parecía translúcida y su pelo era negro como el azabache. Le estaba mirando. Sus ojos eran limpios y transparentes, y le resultaban muy familiares. El pescador apagó la lámpara.
A la mañana siguiente, aún seguía junto a su cama, con la mirada inquieta y atrapada por la luz del día. El pescador pensó que ya que le había elegido para amedrentarlo, ahora le podría servir de esposa. Según dijo, era muy bella y le proporcionaba mucho placer. Así que le ordenó que se ocupara de los quehaceres domésticos.
La mujer obedeció sin decir una palabra, sin la menor objeción, realizando las tareas asignadas de un modo admirable. Cocinaba y zurcía las redes, y con sus blancas manos ponía a secar las caballas y los arenques, colgándolos sobre hoyos llenos de algas que, al arder, despedían una gran cantidad de humo.
A menudo, los vecinos preguntaban al pesador dónde había encontrado a su obediente esposa, por él hacía como si no les oyese y cambiaba radicalmente de tema. De manera que, al poco tiempo, nadie volvió a mencionarlo. No obstante, a la gente no les pasó desapercibido el hecho de que aquella mujer, otrora pálida como la luna, iba adquiriendo, poco a poco, una tez más sonrosada y que parecía mucho más fuerte y robusta que antes. También advertían en ella una leve sonrisa en sus trémulos labios rojos cuando se posaban en el pescador, el cual, dicho sea de paso, iba tornándose más y más huraño y retraído cada día que pasaba. Su rostro palideció hasta adquirir una tonalidad grisácea, que resaltaba el intenso brillo de los ojos.
Durante largas noches de invierno, nunca se veía una luz a través de las ventanas. En el interior de la cabaña, iluminada por la tenue luz del hogar, el pescador vigilaba a su prisionera y le preguntaba una y otra vez Dime quién eres y de dónde vienes.
Pero por la noche ella era más fuerte. Con una sonrisita burlona le respondía No lo sé. Después, ella le hacía una seña y él obedecía cómo si estuviese hechizado.
El pescador se convirtió en un ser espectral; bebió y, cada vez más encolerizado, repitió su invariable pregunta: Dime quién eres y de dónde vienes.
No lo sé.
El enojo salvó al pescador. Una noche, totalmente ebrio y cansado ya de hacerle la acostumbrada pregunta y de recibir la no menos acostumbrada respuesta, no hizo caso de su seña, se dirigió, tambaleándose, hacia la pared y, con los dedos torpes, arrancó la grasa endurecida que había sellado la grieta junto a la cama. Al sentir el aire nocturno, se volvió hacia la mujer y le dijo Entraste por este portal, mi bella dama. Márchate también por él.
Al oír aquellas palabras, ella tembló de pies a cabeza, su pálido cuerpo empezó a difuminarse y se convirtió en vapor. Unas finas bandas de niebla se elevaron en el aire, ligeras como un suspiro, y se filtraron por la grieta del muro. (...)
El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer; ni el león al caballo cómo ha de atrapar su presa. (W. Blake)